Ángel León. Restaurante Aponiente. Autor del libro CHEF DEL MAR y colaborador de APICIUS
¡Shhhhh…! Silencio. Hay que recrear la escena desde atrás, para no intimidar al cocinero y a su amigo pescador. Apenas se ve, es noche cerrada, pero se distinguen las siluetas de Ángel, que se acaba de poner en pie en la barquichuela, que ahora se zarandea peligrosamente; y de Jose, a sus espaldas, que le sujeta las piernas para que no caiga. Al fondo, en el horizonte, una línea más clara –la playa de Bolonia– constata la distancia a la que están de la costa. El único espectador probable del cuadro es la estatua del emperador Trajano, tres metros de mármol, que preside el templo de Baelo Claudia, los restos arqueológicos de una de las ciudades mejor conservadas de la civilización romana, que surgen unos metros más arriba de la arena blanca.
Los paramentos de las factorías de salazón de pescado, que convirtieron este confín del mundo conocido en despensa imprescindible de la metrópoli, casi lamen el océano Atlántico que las abasteció. La playa, en el Parque Natural del Estrecho de Gibraltar, una de las más gozosas del litoral gaditano, tiene duende. Se intuye por los gestos que el chef se ha puesto en pie para orinar, difícil ejercicio de equilibrio en una embarcación tan chica. El dueño, Jose, con el que ha salido a pescar pez limón, continúa asegurándole por las extremidades inferiores, mientras hace de contrapeso para que no se vaya todo al garete. Entonces sucede lo extraordinario: en medio de la negrura, en la superficie mate del mar sin luna, surge un chisporroteo de luz, allí donde apunta Ángel.
– ¿Has visto, Jose?, ¿qué es eso?
– Qué va a ser eso, pisssha… Eso es lo tuyo.
– ¿Lo mío?, ¿qué mío?
– Eso tuyo, pisssha, el plancton.
Cosas suyas: algas diatomeas y plancton
El plancton, eso suyo. A Ángel León le cuelgan de la trayectoria de cocinero cosas suyas: el humor emulsionante de los ojos del pescado, sus escamas gelificantes, las algas diatomeas que clarifican caldos, los pescados de descarte, los huesos de aceituna para hacer brasas. Y el plancton, su última cosa suya, la enésima amarra que lo liga al mar.
La luminiscencia que brota del agua –el amigo Jose está en lo cierto– procede del plancton. De todos los pequeños seres microscópicos que lo componen hay algunos que, en ciertas concentraciones, con una temperatura y una acidez del agua determinada, se iluminan. Puede que lo hagan como reacción a un movimiento brusco –como método de defensa–, o puede que el encendido tenga que ver con un cambio repentino en el pH del agua en la que se encuentran. El efecto es el mismo: una aurora boreal, acuática y a pequeña escala, producida por un ejército de luciérnagas submarinas imperceptibles.
El idilio con el plancton, en realidad con el fitoplancton, porque es la parte vegetal la que usa para trabajar, viene de lejos. Un experimento –está convencido de que sin la parte creativa el meterse en la cocina no sería tan ilusionante– con un caldo al que había bautizado como “zumo de plancton marino” acabó en lavado de estómago y una flojera de semanas. Afortunadamente la sopita nunca estuvo al alcance del cliente. La ocurrencia había consistido en hacer un fondo con rocas de mar que dejaron en el agua toda su sustancia, la buena y la mala, incluida una pavorosa dosis de metales pesados. Ya se lo advirtió su padre, médico, quien intuyó que en aquel caldo que acabó analizando habría más restos de los cargueros que cruzan el Estrecho que de mar.
El interés por dar de comer plancton, en busca de la quintaesencia marina en el plato, se truncó temporalmente por los datos alarmantes de aquel análisis. Sin embargo, los resultados sacaron a la luz la presencia de unas microalgas que ya se estaban utilizando en la industria alimentaria como clarificante para vinos, aceites o refrescos: las algas diatomeas. El primer día que Ángel las probó en cocina fue para filtrar un caldo de cerdo que, tras el paso por el vegetal marino, no se había contaminado de ningún sabor ajeno al suyo, lucía transparente y quedaba, en parte, desgrasado. Los pasos de aquel proceso acabaron implementándose en el diseño de una máquina, el Clarimax; aunque pudieron terminar –si no fuera porque el chef declinó vender la patente– en las cocinas que preparan el rancho para las prisiones estadounidenses, pues ellos fueron los que primero se interesaron por esta técnica con la que Ángel León viajó a un congreso en Nueva York.
De todas formas, la idea del fitoplancton se instaló allí donde se ponen las cosas que vuelven a la cabeza recurrentemente: entre ceja y ceja. El “quiero filtrar el mar porque hay algo que quiero sacar de él” martillea el día a día del cocinero. Ante la imposibilidad de hacerlo –constatan que para obtener 1,5 g de plancton necesitan filtrar 25.000 litros de agua– recurren a la ciencia. La solución pasa por criar el plancton en casa. Si eso fuera posible –y lo es– el objetivo podría estar cerca. En efecto, Ángel comienza a colaborar con la Universidad de Cádiz en las pruebas: cultivan cepas de diferentes tipos de fitoplancton, dándoles las condiciones óptimas que requieren para su desarrollo: agua, luz, temperatura controlada y oxígeno. Y en pocos meses obtienen lo que buscaban: aguas de colores verdes, amarillos o parduzcos intensos –según el tipo de microalga cultivado– con densidades de fitoplancton imposibles de imaginar en estado natural.
Las premisas bajo las que se desarrolló el trabajo fueron tres. Tres condiciones necesarias para que seguir adelante con el asunto del plancton tuviera sentido:
1. Que las microalgas seleccionadas salieran del golfo de Cádiz.
2. Que el resultado final fuera interesante desde el punto de vista nutricional.
3. Que el producto fuera novedoso.
Si hoy tenemos plancton para comer es porque los tres requisitos se cumplen. La mitad de los nutrientes que contiene son proteínas, pero es también un alimento rico en antioxidantes y ácidos grasos poliinsaturados. El ungüento es como un betún de color verde musgo y textura de crema hidratante, pero con un sabor intenso a productos relacionados con el mar, sobre todo algas y crustáceos.